En septiembre, China dio un paso más hacia el futuro que parece distopía: implementar inteligencia artificial para monitorear transmisiones en vivo, desde plataformas de streaming hasta webcams privadas. La promesa oficial es la de siempre: seguridad digital, prevención de delitos, protección de la juventud. Pero los activistas lo dicen sin rodeos: es censura sofisticada, un Gran Hermano con esteroides.
El sistema funciona como un ojo invisible que analiza cada gesto, cada palabra y cada movimiento en tiempo real, buscando señales de “conducta inapropiada”. El problema es obvio: ¿quién decide qué es inapropiado? Lo que comienza como una cruzada contra la pornografía puede terminar en un filtro que castiga la disidencia, el arte, la protesta o, simplemente, la diversión sin permisos estatales.
La paradoja es brutal. En un país con millones de usuarios de streaming, el entretenimiento digital se ha vuelto un espacio de libertad relativa… hasta que la IA decida lo contrario. El placer de mirar y ser mirado se convierte, de repente, en un campo minado.
El futuro del streaming bajo vigilancia estatal no es solo un asunto de China. Es un espejo incómodo para el resto del mundo, donde gobiernos y corporaciones también sueñan con regular lo íntimo. La pregunta es: ¿cuánto falta para que nuestra webcam deje de ser nuestra y se convierta en un ojo más del sistema?